23 de octubre de 2022
Vigésimo
domingo después de Pentecostés.
Pastor: Miguel Moreno
Lecturas: Salmo 84:1-7; Jeremías 14:7-10; 2 Timoteo 4:6-8, 16-18;
Lucas 18:9-14
Tema de hoy: La Falsa
Santidad ante Dios
El
mensaje para el día de hoy, cuando arribamos al día vigésimo después de haber
asistido al servicio de celebración de Pentecostés, nos dirige a tratar un tema
en el cual la mayoría de las veces estamos dados a caer, y se trata de la falsa
santidad ante nuestro Dios.
El
salmista nos habla acerca de la felicidad que nos debe traer el vivir en el
templo de Dios; lo maravilloso de cantar y alabarle alegres. Hermanos, debemos
estar seguros de dónde procede nuestra felicidad y, si somos sabios y justos,
entonces reconoceremos que ella proviene exclusivamente de nuestro Dios.
Cuando
leemos el pasaje del profeta Jeremías asignado para hoy, vemos que él clama a Jehová diciéndole:
«¡Señor, aunque nuestros pecados nos acusan, actúa por el honor de tu nombre!»
Y enseguida reconoce de manera clara y franca: «Muchas veces te hemos sido
infieles, hemos pecado contra ti»; el profeta reconoce su vida de pecado, por
más insignificantes que estos sean o no los recuerde. Él sabe que Dios no puede
ser engañado y quien trate de ocultar su mal proceder y desafortunados deseos
se engaña así mismo y no recibirá el perdón del Todopoderoso.
En
la epístola para el día de hoy, aprendemos del Apóstol Pablo que debemos pelear
la buena batalla de la fe, mantenernos fieles a la sana doctrina de la
salvación eterna que ha sido lograda por Nuestro Señor Jesucristo para y por nosotros, por medio de su muerte sacrificial en la cruz. Es así, como también nos
transmite la seguridad en que el Señor nos librará de todo mal y nos preservará
en una fe intacta para su reino celestial.
La
buena batalla de que trata el Apóstol, no está relacionada en lo absoluto con
el desempeño de obras para ganar el cielo, sino, con el perseverar en la fe, manteniéndonos
unidos a Nuestro Señor Jesucristo en todo tiempo, sin desmayar; solo él, Nuestro
Dios, nos sostiene con su mano poderosa y nos hace seguir adelante.
El
evangelio para hoy, nos trae como misión el tratar de enseñar a aquellos que erróneamente justificándose
con su «buena conducta» y siguiendo esta línea, proceden a despreciar a los
demás.
Nuestro
Dios y Salvador Jesucristo, pasa a relatarnos una parábola en la cual dos hombres
van al templo y comienzan a orar, uno era fariseo y el otro un hombre de mala
fama, de esos que cobraban impuestos para el imperio romano. El fariseo oraba dando
gracias a Dios porque el no era como los demás que eran pecadores evidentes y, también
aludiendo al cobrador de impuesto, dice: «y porque tampoco soy como ese
cobrador de impuestos» y de esta manera continúa diciéndole a Dios todo lo
bueno que él hace; mas por el otro lado el cobrador de impuestos, desde la
distancia, sintiéndose y sabiéndose culpable y pecador, no se atrevía a
levantar la vista al cielo, sino que, muy humillado ante Dios se golpeaba el pecho
en señal de dolor, y decía: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!».
Remata
Jesús para concluir: «Les digo que este cobrador de impuestos volvió a su casa
ya perdonado por Dios, pero el fariseo no. Porque el que a sí mismo se
engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido».
Hermanos,
el cobrador de impuestos solamente tenía para mostrar a Dios su vergüenza y el
reconocerse pecador. Era tanto el dolor que sus actos y la certeza que tenía de
la existencia de un Dios que lo sabe todo, que este, ni siquiera tenía voluntad
o ánimo de volver su mirada hacia el cielo. El pecador mostraba una actitud de
humildad; mientras que el fariseo exhibía toda una lista de cosas que él
suponía que Dios le debía reconocer, y otorgarle por ello la salvación de su alma y vida
eterna.
Hermanos,
que nos sirva esta parábola de enseñanza en el sentido de que, no hagamos como muchos suelen
hacer, es decir, que por «cumplir» con ir a la iglesia cada fin de semana,
juzgan duramente a personas que ellos consideran: «mundanas, perdidas o desahuciadas» de estar algún día ante la presencia victoriosa y eterna de Dios. Humillémonos
ante Dios, para que en el futuro seamos engrandecidos por Nuestro Dios.
Oremos:
Amado Dios de los cielos y de la eternidad, hoy
te rogamos que nos enseñes a ser cada día más humildes, y reconocer que
solamente tú conoces los corazones, y no nos corresponde a nosotros el juzgar a
nuestros semejantes.
Amén. Dios
los bendiga, y recuerden. ¡¡Sólo Dios Salva!!
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